Incendios extremos: por qué 2026 será peor
Los incendios extremos dejaron de ser una rareza para convertirse en parte del clima de la década. Veranos con humo permanente, ciudades evacuadas y bosques que no alcanzan a regenerarse son hoy la nueva normalidad en muchos países.
Los registros de 2023, 2024 y 2025 muestran temporadas de fuego cada vez más largas y complejas, con emisiones de carbono muy por encima del promedio histórico y daños récord en bosques de Canadá, la Amazonia y el Mediterráneo. Informes recientes sobre el Estado de los Incendios Globales 2023–2025 indican que las emisiones de carbono por fuego ya se ubican cerca de un 10 % por encima de la media desde 2003, aun cuando el área total quemada no aumenta al mismo ritmo.
Estas señales apuntan a un escenario preocupante: 2026 puede ser todavía peor si no cambiamos el rumbo. Datos de NASA muestran que la actividad de incendios extremos se ha más que duplicado en las últimas décadas y que la temporada de fuego se hace cada año más larga.
Lejos de ser una predicción catastrofista, esta advertencia se apoya en la ciencia del clima, en los informes de organismos internacionales y en la experiencia de comunidades que viven en la primera línea del fuego. Comprender por qué aumenta el riesgo es el primer paso para reducirlo.

Un planeta más caliente, temporadas de fuego más largas
El motor principal de los incendios extremos es un planeta que se calienta rápidamente. El promedio global de temperatura de los últimos años se acercó e incluso superó de forma temporal el umbral de +1,5 °C respecto de la era preindustrial, intensificando olas de calor, sequías y eventos compuestos de calor y viento que favorecen el fuego.
Informes del IPCC señalan que las condiciones de “tiempo de incendio” –combinaciones de calor, baja humedad y vientos fuertes– ya son más frecuentes en muchas regiones y aumentarán a medida que siga subiendo la temperatura media del planeta. Esto extiende la duración de la temporada de incendios y hace que comiencen antes y terminen más tarde.
La consecuencia es clara: superficies que antes se quemaban cada varias décadas arden ahora cada pocos años. Los bosques no terminan de recuperarse, acumulan biomasa seca y quedan listos para arder de nuevo, alimentando incendios más intensos y difíciles de controlar.
El círculo vicioso: incendios extremos y cambio climático
Los megaincendios no solo son consecuencia del cambio climático, también lo agravan. Cuando arden bosques, turberas y humedales ricos en carbono, se liberan a la atmósfera enormes cantidades de dióxido de carbono y otros gases de efecto invernadero.
Estudios recientes muestran que, aunque la superficie global quemada no siempre aumenta, las emisiones de carbono asociadas a los incendios sí lo hacen, porque se están quemando ecosistemas con muchísima más biomasa, como selvas tropicales, bosques boreales y grandes humedales. En otras palabras, se quema menos área, pero con incendios más voraces.
Ese carbono extra se suma al calentamiento global, que a su vez hace más probables las condiciones extremas de calor y sequía. Así se refuerza un ciclo de retroalimentación que empuja al sistema hacia temporadas de fuego cada vez más explosivas.
A esto se suma el cambio de uso del suelo. La deforestación, la expansión agroganadera y el abandono de prácticas tradicionales de manejo del fuego crean paisajes altamente inflamables. Bordes entre bosques y zonas urbanas, carreteras sin cortafuegos y basurales a cielo abierto se convierten en fuentes permanentes de ignición.
Un informe del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, UNEP, titulado “Spreading like Wildfire: The Rising Threat of Extraordinary Landscape Fires”, advierte que, de seguir las tendencias actuales, el número de incendios podría aumentar hasta un 50 % hacia 2100, incluso en regiones que hoy casi no se queman. El documento insiste en redirigir recursos desde la respuesta de emergencia hacia la prevención, la restauración de ecosistemas y la planificación territorial.
Por qué 2026 concentra tantos riesgos
Si miramos las tendencias de los últimos años, hay varios factores que explican por qué 2026 podría ser un año especialmente crítico para los incendios.
El primero es el calor acumulado. El planeta viene encadenando años récord de temperatura. Incluso si los fenómenos naturales como El Niño y La Niña cambian de fase, el “piso” térmico ya es mucho más alto que hace apenas dos décadas. Eso significa que cualquier verano tiene más chances de cruzar umbrales críticos de calor y sequía.
El segundo factor es el estrés hídrico de los ecosistemas. Bosques, pastizales y humedales arrastran temporadas consecutivas de déficit de lluvias en muchas regiones. La vegetación debilitada se seca antes, pierde resiliencia y se vuelve un combustible ideal para incendios rápidos y difíciles de controlar.
El tercer factor es la acumulación de combustible. Muchas áreas que se quemaron parcialmente en años anteriores no han sido manejadas de forma activa: no se retiraron árboles muertos, no se planificaron quemas prescriptas seguras ni se restauraron cortafuegos. Esa vegetación seca quedará disponible para arder con más intensidad en 2026.
Finalmente, los sistemas de prevención y respuesta siguen siendo, en la mayoría de los países, reactivos en lugar de preventivos. Se invierte mucho en aviones hidrantes cuando el fuego ya está fuera de control y poco en educación comunitaria, monitoreo temprano, planificación territorial y restauración de ecosistemas.
Zonas críticas: Amazonia, Mediterráneo, Canadá y el Cono Sur
La Amazonia y otros bosques tropicales de Sudamérica se han convertido en uno de los focos de incendio más preocupantes. Sequías históricas, ríos en niveles mínimos y deforestación para expandir la frontera agroganadera crean la combinación perfecta para incendios de gran escala, incluso en ecosistemas que no evolucionaron para arder con frecuencia.
En la cuenca del Amazonas y en regiones como el Pantanal o el Cerrado, los incendios afectan no solo a la biodiversidad, sino también al ciclo del agua y al clima regional. Menos bosque implica menos lluvia, y menos lluvia alimenta nuevas sequías e incendios. Millones de personas dependen de esos bosques para el agua potable, la pesca y la agricultura.
En el Mediterráneo, cada verano crece la preocupación. Países como España, Grecia, Portugal e Italia registran incendios de comportamiento extremo impulsados por olas de calor, vientos fuertes y una interfaz urbano-forestal cada vez más densa. Urbanizaciones rodeadas de pinares, falta de mantenimiento de cortafuegos y la presencia de combustible fino seco disparan incendios que avanzan a gran velocidad.
Más al norte, los bosques boreales de Canadá y Alaska viven un cambio profundo. Lo que antes eran incendios esporádicos se ha convertido en temporadas de humo que cruzan continentes. El deshielo del permafrost y la sequedad de los suelos permiten que el fuego penetre en capas profundas, liberando carbono que llevaba siglos almacenado.
El Cono Sur americano tampoco está exento. Chile, Argentina, Uruguay y el sur de Brasil han experimentado episodios de calor extremo, olas de calor marinas y sequías prolongadas que resecan bosques nativos, plantaciones forestales y pastizales. La creciente expansión de ciudades y barrios en zonas de interfase urbano-rural aumenta el número de personas expuestas a incendios cada año.
Detrás de cada temporada de incendios extremos hay historias humanas y impactos sociales, económicos y en la salud difíciles de dimensionar. Comunidades evacuadas con pocas horas de aviso, viviendas destruidas, escuelas y hospitales cerrados por el humo, pequeños productores que pierden animales, cultivos y herramientas en cuestión de horas.
Los costos económicos son enormes. Las pérdidas incluyen infraestructura pública, redes eléctricas, puentes, carreteras, plantaciones forestales, cultivos y servicios turísticos suspendidos durante semanas. En muchos casos, los seguros no cubren la totalidad de los daños, y los hogares de menores ingresos son los más afectados.
La salud también se resiente. El humo de los incendios contiene partículas finas, gases tóxicos y compuestos cancerígenos que se desplazan cientos o miles de kilómetros. Niños, personas mayores y quienes ya sufren enfermedades respiratorias o cardiovasculares son especialmente vulnerables. Aumentan las internaciones por asma, ataques cardíacos y accidentes cerebrovasculares.
Además, los incendios destruyen hábitats de especies amenazadas, fragmentan corredores biológicos y liberan nutrientes que terminan en ríos y lagos, deteriorando la calidad del agua. El daño ecosistémico puede tardar décadas en revertirse, si es que se logra.

Qué podemos hacer en 2025 para evitar el peor escenario en 2026
Que 2026 tenga un riesgo elevado de incendios no significa que el desastre sea inevitable. Todavía hay margen para reducir la probabilidad y la severidad de los incendios extremos si tomamos decisiones valientes desde ahora.
La primera línea de acción es reducir las emisiones globales de gases de efecto invernadero. Cada décima de grado que logremos evitar se traduce en menos calor extremo, menos sequías y menor probabilidad de incendios fuera de control. La descarbonización rápida de la energía, el transporte y la industria es clave. El resumen para responsables de políticas del IPCC es claro: los próximos años serán decisivos para limitar el calentamiento.
En paralelo, los países necesitan cambiar su enfoque de la gestión del fuego. Los expertos recomiendan pasar de un modelo centrado en la emergencia a uno basado en la prevención y la resiliencia. Eso implica invertir más en restauración de bosques y humedales, quemas prescriptas cuidadosamente planificadas, creación de cortafuegos y ordenamiento territorial que evite construir barrios en zonas de altísimo riesgo.
La prevención comunitaria es igual de importante. Programas de educación ciudadana, planes de evacuación claros, sistemas de alerta temprana accesibles y redes de voluntariado entrenado pueden marcar la diferencia entre un incendio contenido y una tragedia. La experiencia muestra que las comunidades informadas reaccionan con mayor rapidez y sufren menos pérdidas.
También es urgente fortalecer la ciencia y el monitoreo. El uso de satélites, modelos de predicción de “tiempo de incendio” y sistemas de información geográfica permite anticipar días críticos y focalizar recursos. Combinados con datos locales sobre humedad de suelos, vientos y carga de combustible, estos sistemas ofrecen una herramienta poderosa para la toma de decisiones.
Por último, los incendios extremos deben entenderse como un problema de justicia climática. Las regiones que menos han contribuido al calentamiento global suelen ser las más vulnerables y las que cuentan con menos recursos para adaptarse. La cooperación internacional, el financiamiento climático y el intercambio de tecnologías de prevención son fundamentales para que nadie quede atrás.
Mirar hacia 2026 con realismo no es caer en el pesimismo, sino asumir que el riesgo es alto y que cada decisión tomada en 2025 puede inclinar la balanza. Si cambiamos la manera en que producimos energía, planificamos nuestras ciudades y cuidamos los bosques, todavía podemos evitar que los próximos incendios sean los peores de nuestra historia.
- Office Depot: productos de oficina a los mejores precios
- Cúrcuma uso medicinal: beneficios para la salud de la curcumina
- Tratamiento quiropráctico una gran ayuda para el dolor de espalda
- Dollar General Stock: la guía definitiva para invertir y maximizar ganancias
- Insecticidas agrícolas: tumores en niños menores de seis años




























